Capítulo 1. «El sentido del mundo» de J.R. Fragela

elsentidodelmundo

El sentido del mundoPremio Luis Rogelio Nogueras 2009, es una novela corta de Javier Rabeiro Fragela con un estilo y lenguaje llanos pensados para captar al lector desde el primer momento hasta el final a fin de descubrir cuál es el sentido del mundo.

Capítulo 1.

El hombre sin suerte comprende que debe cambiar su vida.
No le gusta el resultado de su existencia. Se siente mal.
Aturdido. No quiere continuar caminando por un campo de
desilusiones. Quiere cambiar.
Va hacia su trabajo. Habla con su jefe. Le explica
detalladamente que su trabajo no le gusta. Que él no ha
nacido para estar detrás de un buró. Firmando y firmando
papeles. Quiere aventuras. Emociones. Escalar montañas.
El jefe enciende un cigarro. Se burla. Ya tú estás muy
viejo para eso.

Él replica. Nunca es tarde para vivir realmente.
El jefe se rasca la cabeza. ¿Y cómo es vivir realmente?
El hombre queda pensativo por un rato, después
responde: es hacer lo que uno está destinado a hacer, ¿qué
otro sentido puede tener la vida?
El jefe se cruza de brazos, le pregunta por qué no le
agrada su trabajo, tienes un cargo importante, ganas
bastante dinero, ¿qué otra cosa puedes querer?
El hombre dice que no sabe bien lo que quiere, pero no
puede continuar así.
El jefe le dice que lo necesita por unos cuantos días más,
que no puede abandonar el trabajo en este momento.
Tenemos negocios importantes que atender.
El hombre decide retrasar la despedida por una semana,
ni un día más ni un día menos.

A la semana, el jefe le reitera que no se puede ir, no lo
permitirá. El hombre, ofuscado, comienza a recoger sus
pertenencias. Agarra las fotos de su esposa y de sus hijos.
Las guarda en su maletín.
Camina hasta el librero. Elige cuidadosamente algunos
títulos. Guarda también los adornos que tiene encima del
buró.
El jefe le dice que el adorno del perrito con la lengua a
un costado pertenece a la empresa, sin embargo al hombre
no le interesa eso. Quiere llevárselo. Será un recuerdo de
todos mis años aquí.
El jefe no puede permitirlo. Se levanta de la silla y saca
el adorno de la maleta. El hombre lo vuelve a introducir.
El jefe lo mira con desprecio y agarra la maleta, intenta
quitársela a la fuerza. El hombre la sostiene decidido,
empuja hacia él.
El jefe se resiste, al tiempo que le dice que lo piense
bien, que no puede irse así como así.
El hombre le asegura que nada lo hará cambiar de
opinión.
La maleta se rompe, justo en el momento que el jefe ha
dejado de empujar, de modo que el hombre cae hacia atrás
y se golpea en la cabeza.
Cuando el hombre vuelve a abrir los ojos ya está en un
hospital. A su izquierda hay otros dos pacientes. A su
derecha, sentada en una silla, está su esposa. Todos
duermen.

Desde los cristales de la ventana puede ver la noche,
saturada de ilusiones y silencios. Piensa, por un segundo,
en despertar a su esposa, pero regresa sin querer a su
infancia. Al instante nefasto en que sus amigos lo
esperaban para lo que sería la primera excursión de su vida
y él, emocionado tal vez por su primer viaje a las montañas,
o por el desmesurado peso de su mochila, resbaló en los
escalones de la entrada de su casa y se golpeó en la cabeza.
Piensa en los días que estuvo acostado en su cama, con la
cabeza vendada, en la chica de ojos alegres que iría a la
excursión y acabó siendo la novia de su mejor amigo.
Piensa en todo eso, hasta que abre bien los ojos y ve a
una enfermera sonriente que le acaricia la mejilla y le
pregunta si ha dormido bien.
Muy bien, responde, al tiempo que su esposa lo toma por
una mano y lo besa. ¡Qué bien!, exclama el paciente de la
cama 12, pensamos que nunca iba a despertar.
Usted tiene el récord en esta sala de inconsciencia
sostenida, dice el paciente de la cama 11, ocho semanas
inconsciente, los médicos ya empezaban a preocuparse.

El hombre los observa sin mucho entusiasmo y le dice
que sí a la enfermera, que se siente muy bien. Luego le
pregunta a su esposa por los niños.
Ella le confiesa, sin muchos rodeos, que siguen
portándose mal en la escuela, que el otro día sorprendió al
mayor robándole dinero de su bolso, seguro que para
comprar drogas o cualquier otra cosa peor.
Estas semanas sin ti han sido muy difíciles, le dice
después, no me he vuelto loca de milagro. Y añade: ¿en tu
trabajo todo anda bien?
El hombre la mira directo a los ojos, analiza el hecho de
decirle la verdad, pero considera que aún no es el momento.
Sí, todo anda bien, ¿por qué preguntas? Por tu jefe, llama
todos los días para saber cómo estás. ¿Y eso qué tiene que
ver? Es la forma en que pregunta, un tono raro, no sé.
El hombre le dice que no se preocupe, pero ella le
recuerda que hace falta dinero para una lavadora nueva,
otro ordenador para la niña, y una alfombra que haga juego
con el decorado final del cuarto.
El paciente de la cama 11, comenta con el paciente de la
cama 12, que si él fuera el paciente de la cama 13,
preferiría estar otras ocho semanas inconsciente.

Dos días después al hombre le dan de alta, y la enfermera,
como regalo, le recita un poema de César Vallejo (Hay
golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé), pero la esposa la
interrumpe con una tos y el ademán urgente de agarrar las
maletas.
El hombre se despide de la enfermera con un abrazo, y
les extiende la mano a los pacientes de la cama 11 y 12.
Justo al llegar a la puerta, aparece su jefe. Con el rostro
atravesado por una mueca, le dice que él mismo hizo los
trámites de su renuncia y que ya está libre. Luego le entrega
un papel y se marcha, deseándole salud y buena suerte.
La esposa mira al hombre. No puede creer lo que ha
escuchado. Cierra la boca con esfuerzo y murmura: dime
que no es verdad que dejaste el trabajo.
El hombre se encoge de hombros, mira hacia el piso,
intenta explicar, pero antes su esposa, en un acceso de
rabia, lo golpea en el rostro y el hombre resbala, su cabeza
choca con uno de los bordes de la cama 11.

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