Capítulo 1. «Asesinos Ilustrados» de Rafael Grillo

asesinos ilustrados

La novela Asesinos ilustrados del escritor habanero Rafael Grillo está ambientada en La Habana, pero atravesada por temas universales y un inventario variado de referencias literarias y pictóricas y promete suspense hasta el final de sus líneas.

Capitulo 1. Largo adiós para el hermano
Por Leopoldo Zamora Reyes

Había vuelto a escribir cuentos. Lo adiviné desde su llegada, en cuanto tropezó
con las patas del buró y debió rescatar simultáneamente vergüenza y bien
material; los pies procurando restaurar el equilibrio, una mano volando a la correa
zafada del hombro para que no se despeñara el ordenador portátil. Advertí en sus
ojos el desnivel, ese azoro que lo extraviaba del mundo siempre que insistía en
concebir sus ficciones propias. Historias ignotas, que a nadie daba a leer ni
concedía a publicación alguna.

Ninguno de sus colegas, ni yo mismo, podíamos intuir que después de aquel
mediodía del miércoles 12 de agosto, Luis Lorenzo López Reyes jamás regresaría
a la redacción de Purasangre. Incluso yo, su hermano, ignoraba que tampoco
conseguiría verle de nuevo. Mi pesadumbre de ahora, por haberlo recibido con
firmezas de superior en lugar de afecto familiar, no tenía razón de existir ese día,
en que me enfadé al saberle en distracciones antes de haber completado el
encargo de la revista. Puse tono de sobrado apremio en la pregunta: “¿Cuándo
me darás la entrevista con Alex Miró?”; y él respondió con una seguridad
inesperada: “Quedé en estar en su casa a las dos de la tarde para un último
diálogo… ¿Tengo chance hasta el viernes, no?”.

Me comuniqué con él alrededor de las nueve de la noche. Estaba pensando
llegarme hasta su apartamento en Centro Habana. Queda relativamente cerca de
mi casa, y mi conciencia de primogénito porfiaba en que la soledad le hacía daño 8
a mi hermano. De su último divorcio, el tercero, hacía ya dos años; a su único hijo,
la madre se lo llevó para España. Nada más lejos de mi intención que machacarlo
con el asunto laboral, aspiraba simplemente a la charla habitual sobre temas
internacionales, la situación del país o los deportes, quizás a unas partidas de
ajedrez, y de paso despejarle la tribulación que le había notado, esa que lo
encapsulaba durante las épocas en que se aferraba a la ilusión de fraguarse
como cuentacuentos. Sin embargo, Luis Lorenzo trajo enseguida el tema de la
entrevista pendiente: “Ah, Leo… Sí, ya sé, quieres saber si estoy en lo de Alex
Miró”. Me preocupó su voz, que denotaba excitación o alteración extrema; pero su
discurso precipitado no me ofrecería ocasión de interrumpirlo: “Ha pasado algo…
Hoy cuando fui… No, ahora no puedo contarte. Estoy escribiendo y no quiero
desenchufarme… Pasado mañana tendrás el texto. Adiós.”

Habría cumplido el plazo; se los aseguro. Porque él se empeñaba en mostrarme
su agradecimiento desde que le concedí asiento en la plantilla de Purasangre.
Encima, mi hermanito Luis, ex ingeniero eléctrico, ex abogado, ansiaba exponer
con creces que su errático rumbo en la vida era el resultado de equivocadas
elecciones, innaturales, y que su destino iba a solventarse, categóricamente, en el
oficio del periodismo. Como editor suyo, lo declaro, nunca encontré motivos
suficientes para quejarme. La tendencia a entregar al filo del cierre, era
compensada por la limpieza de su redacción, la fluidez del estilo y la innata
habilidad con que armaba sus textos. Conferir honores a su efímera estancia
entre nosotros, por siete ediciones, nos fuerza a atribuirle el crecimiento de la
popularidad de la revista; tal como lo hicieron tangible las cuantiosas cartas de los 9
lectores, elogiosas de cuanto reportaje, entrevista o crónica brotaron del talento
de Luis Lorenzo López Reyes.

Dejé correr el jueves. Me lo figuraba encimado a la laptop, sumergido en la tarea
contra reloj. Presumía que la irrupción en su morada, lo mismo que un simple
contacto telefónico, le causarían fastidio. Lució eterna la mañana del viernes, con
el plantel completo esperando por Luis en la redacción. O había salido ya de su
hogar, y todos nos aliviábamos creyendo que de un momento a otro haría su
aparición; o estaba ocupado todavía y por eso no tomaba el teléfono. Ambas
alternativas se fueron diluyendo al paso de las horas. ¿Algún imprevisto?
Estábamos desconcertados, la situación era insólita, pero a mí pertenecía el
tomar una decisión. Disimulé mi irritación para restituir en el equipo la confianza:
—Desconecten, que a la “Isla del Crimen” solo le faltan las paginitas de Luis
Lorenzo y estoy seguro que ese loco me las pasa más tarde. El lunes a primera
hora estaré ensillando a Purasangre en la imprenta.

El resto de la tarde se esfumó en llamadas hacia los puntos cardinales —pocos
en verdad— adonde mi hermano enfilaba habitualmente. Injerté en la pesquisa a
la vecina sabelotodo, y fue ella quien me disparó la alarma: “Ahora que tú me
preguntas… Oye, no lo veo, ni he sentido ruido ahí en el apartamento, desde
ayer. ¿Ayer fue jueves, no?… Él salió el miércoles como a las once de la mañana,
le dije que si necesitaba que yo le diera comida al gato, pero contestó que iba
para la revista y viraba temprano. Y así fue. Volví a verlo ayer, o sea… ¿jueves?,
saliendo del edificio. Estaba como muy apurado y no me dio chance de hablarle,
solo me dijo, sin mirarme a la cara, que no me preocupara por el animal y no me
reveló para donde iba. Ahora que tú preguntas… Tampoco sé si regresó, ni cuándo.

Y hoy, ¿es viernes, no?, hoy no lo he visto, pero sí he sentido al gatico
maullando, creo que desde anoche, el pobre tendrá hambre si Luisito no ha vuelto
por aquí. Tú eres el hermano, ¿no? Mira, yo tengo una copia de la llave…
La llave. Recordé que Luis me había pedido que alimentara a su mascota por los
días que estuviera en Camagüey, mientras él hacía las investigaciones que
culminaron a la postre en “El extraño caso de las cabezas sin vaca” —su reportaje
cumbre, para el que tomó él mismo esa fotos con las testas vacunas depositadas
como ofrenda al pie de las ceibas que los lectores habituales de Purasangre
recordarán de seguro. Opuesto a la afición de mi hermano por los felinos, el día
aquel me negué. Pero la zozobra del presente sí me daba razón válida para
obtener esa llave.

Tan esquivo como su dueño, el gato no se expuso ante mis ojos, aunque sí divisé
su rastro de pelos por todo el apartamento. Las cerdas amarillas sobre la tapa de
la laptop abandonada en la mesa del comedor, divulgaron el emplazamiento de su
último lecho. Luis descartaba el uso de contraseñas, confiado en que jamás
dejaría su computadora al alcance de persona alguna; y ello me permitió
inspeccionar prolijamente la información de los discos duros, a la caza de algún
indicio revelador del paradero de mi hermano. Tuve tiempo de sobra para hurgar
en sus escritos, revisar las tentativas literarias que él ocultaba y descubrirle más
habilidades de las que hasta entonces le reconocía. Eterno me pareció ese fin de
semana atrincherado en la guarida de Luis, exigiéndome creer que él arribaría de
improviso, anticipando yo su reacción iracunda al capturarme en el trance de
violar su intimidad. Vano ensueño, ni siquiera me sobresaltó una vez el timbre del
teléfono; era yo quien agarraba el auricular a cada tanto, solo para mantener
comunicación con mi esposa y advertirle que me demoraría un rato más, y otro
rato más, otro más… A la larga, le tuve que informar que no saldría de ahí hasta
tanto no se disolviera la incógnita.

Las transcripciones del par de charlas que sostuvo mi hermano con el autor de La
Isliada resultaron una lectura atractiva, así que me apliqué en repasar los
documentos que Luis supuestamente editaría para el texto prometido a la revista.
Cuando accedí al recuento del cercano miércoles, brotó en mi fuero una sugestión
infecta, la intuición nociva de permanecer a la zaga, despistado aún del
reconocimiento cabal de las anchuras de la tragedia. Intenté apaciguarme: ¿Y si
en medio de su alucinación literaria hubiera proyectado mi hermano volar los
diques con la mira en ahogar la realidad? Ese trozo de duda, justificable por el
estado febril que apercibí en el último Luis, me refrenó el impulso de dar parte
inmediatamente a la policía. Requisé los efectos personales de mi hermano; pero
no hallé el número telefónico, datos de email o dirección particular en donde
localizar a Alex Miró. De pronto vislumbré una opción; la que, sin embargo, estaba
fuera de mi alcance hasta el despegue de la semana entrante. Pintaba muy mal la
hora para fantasías de consuelo; y no obstante opté por aferrarme a la ilusión: ¿Y
si… una mujer…?

El lunes amaneció muerta la línea y yo no me había percatado del vencimiento de
la factura de la compañía, calzada bajo el aparato inerte. Apelé enseguida a mi
celular para indagar a través de la editorial que publicó La Isliada. El saldo del
móvil expiró justo cuando terminaba de anotar las señas del domicilio de Miró.
¡Cuán próximo había permanecido por más de 48 horas, sin saberlo, del lugar
donde suponía que saltaran las respuestas! Seis minutos de andar apresurado y
ya estaba ante la puerta del joven escritor, bloqueada —¡Luis no mentía!— con el
sello de la PNR. Me urgía comprobar si la narración de Luis era verdadera en
todos sus detalles, y golpeé la entrada del apartamento contiguo. Me recibió la
misma anciana, el testigo ocular que días atrás puso a mi hermano en
conocimiento del horror acontecido en el domicilio de Alex Miró. Pero casi nada
aportó a lo que yo sabía ya por las notas de Luis. Solamente que la elucidación
del asesinato de la abuela del joven escritor parecía estar atascada con la pérdida
del rastro del muchacho y por eso los investigadores continuaban interrogando a
los vecinos y apelando a su colaboración.

Comprendí que el reporte de la desaparición de Luis Lorenzo no soportaba
aplazamiento. Quería dar provecho máximo a la cita con los gendarmes, y por tal
les describí los hechos con detalle exquisito, ofrecí mis impresiones personales y
añadí una copia impresa de los fragmentos documentales que argumentaban la
posibilidad de relacionar las ausencias de mi hermano y de Alex Miró. Los leyó de
prisa un teniente apellidado Masera. “Sí, interesante”, fue toda su contesta.
Después adjuntó las hojas dentro de un file, me hizo la encuesta ordinaria para
rellenar el formulario de denuncia, y opinó detrás: “Lo que usted me ha brindado
no es nada determinante, ciudadano, sólo una teoría, y estos escritos no son lo
suficientemente claros como para tomarlos de prueba. Ambos casos proseguirán
su curso por separado, en base a los procedimientos establecidos para cada
cuál”. Y terminó haciendo la insinuación que yo venía previendo: “Oiga,
perdóneme, pero dado que su hermano y usted son escritores, o periodistas…
¿No se les estará yendo de rosca la imaginación?”. Encima sugirió: “Regrese a su
vivienda, haga memoria… ¿En algún momento Luis Lorenzo le habló de irse del
país? Créame, me sobra experiencia en estos asuntos, y lo que últimamente se
está dando mucho es que la gente viene acá porque ignora que sus familiares
perdidos se involucraron en una salida ilegal… También valore que le esté
ocultando que tiene una mujercita. Quien quita que mañana reaparezca solito. Tal
vez usted no conoce tanto a su hermano como se piensa.”

Partí muy indignado; y aún lo estoy. Porque entonces me forcé a juzgarme
equivocado, porque aguardé con paciencia. Transcurrida una semana, retorné a
la estación de policía y no tenían ninguna novedad que trasmitirme. Empecé a
llamar, casi día tras día al principio; luego más espaciadamente. Hasta que hice
mis averiguaciones, moví resortes, apelé a amistades, y me enteré del expediente
de Luis, dejado a un lado por falta de resultados. Tampoco han encontrado
solución al asunto de Alex Miró: nadie señalado para pagar por la muerte de la
vieja, ninguna respuesta sobre dónde está su nieto.
Han pasado varios meses desde aquello. Y a falta de un testimonio humano que
lo ubique en el más acá, a falta del cadáver como incuestionable evidencia y
motivo irrefutable para el duelo; mi hermano no es actualmente ni un vivo, ni un
muerto.

Ahora publicamos este homenaje en Purasangre, tratando a Luis Lorenzo López
Reyes cual figura solemne del pasado. Y como previendo el reproche de ustedes,
personas de mucha y buena fe, baluartes de la esperanza, los instamos a colegir
que el desconocimiento de la verdad es opio que engendra optimismos
festinados. Que la ignorancia es madre de las supersticiones, de los misterios, de
las incertidumbres.

Lo que queremos es exhortarlos a escudriñar bajo la superficie de las páginas que
siguen, más no para encandilarse con las destrezas del narrador y el periodista
que cohabitaron bajo la sombra de un único hombre. Aspiramos a que no imiten,
por favor, la testarudez de los especialistas en delitos, esos ciegos y sordos ante
cualquier prueba que no sea palpable. Descifradores de enigmas, cofrades en la
hermandad de La Isla en Negro, empuñen esta entrevista inconclusa y estos
cuentos cual candeleros que ayudan a disipar las tinieblas estancadas alrededor
de un homicidio triste y unas confusas desapariciones. En la confluencia de las
historias, tenue como una huella en la escena del crimen, fue dibujado el sello de
una personalidad atormentada, a la que ya solo una eternidad —figuremos que
luctuosa— podría reclamarle cuentas.

 

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