Capítulo 1. «Clavar los ojos al cielo» de Yonnier Torres

clavar los ojos al cielo

Clavar los ojos al cielogalardonada con el Premio de Novela Fundación de la Ciudad Fernandina de Jagua 2014, es la primera novela del escritor cubano Yonnier Torres Rodríguez llena de ironía, sarcasmo y escrita con soltura y desparpajo.

Un perfecto tigre de la India. Vol. 1

Marcos entró al bar, le hizo una seña al camarero, pidió un trago de ron y se acomodó en la mesa
de la esquina, desde la cual podía ver la barra, la puerta y las personas que caminaban por la
acera de enfrente. Sacó la billetera y contó el dinero. Justo le alcanzaba para el itinerario que
había trazado. Sabía que debía tomar diez tragos de ron, solo diez, ni uno más, ni uno menos.
Esa era la medida exacta de alcohol con la que su mente podía alcanzar un estado de lucidez; que
limita con la inventiva, la perspicacia y el ingenio.

Solo el ron era capaz de ocuparlo en un asunto que meritara seriamente de su cavilación, solo el
ron podía hacerle olvidar lo circunstancial y concentrar sus sentidos.
Afuera era casi mediodía, el sol quemaba sin contemplaciones al asfalto. Estaba citado para las
doce de la noche. Gastaría el tiempo en el bar, en la cinemateca, en la cola de la pizzería y en la
parada del ómnibus. Tenía su plan preparado al detalle.
Se tomó el primer trago, el alcohol bajó por su garganta como lenguas de fuego y aplacó el dolor.
Al rato volvería con mayor fuerza, empujando desde las sienes para instalarse justo en el centro
de la frente.
Siempre que Marcos sueña con el tigre despierta con dolores de cabeza. Despierta pidiendo a
gritos un trago de ron.

Desde niño sueña con un tigre perfecto, un tigre de la India que se pasea a orillas del mar, a ratos
gira la cabeza, como si alguien lo llamara y luego continúa su camino. Su madre lo llevaba al 8
psicólogo cada vez que soñaba con el tigre, cada vez que temía caminar las cuatro cuadras que lo
separaban de la escuela porque el tigre podía aparecer en cualquier esquina.
A medida que Marcos crecía el sueño se tornaba diferente. Durante la adolescencia, el tigre
ocupaba las habitaciones de una casa enorme, donde no se abría una puerta hasta haber cerrado
la otra, donde todas los cuartos estaban cubiertos de cortinas rojas para impedir que alguien fuera
a mirar por las ventanas de cristal y descubriera un terrible desierto alrededor de la casa, un
desierto repleto de conejos grises que se paraban sobre las rocas para ver el atardecer. Durante la
etapa universitaria, el tigre custodiaba una torre de marfil y el día que Marcos dejó los estudios,
se libró del sueño, hasta esa noche, cinco años después:

El tigre regresó acostado sobre el diente de perro, miraba la infinita superficie del agua.

Sin embargo, Marcos nunca creyó en el significado oculto de los sueños y mucho menos en esas
teorías del psicoanálisis, las reencarnaciones y el sexo como sustrato, causa y esencia de todas
las cosas. Simplemente creía que cada cual nace con un sueño, una imagen que lo acompaña
durante toda la vida como amuleto, o como sino y de la cual no puede zafarse.
Puso el vaso sobre la mesa, le hizo una seña al camarero para que le sirviera el segundo trago,
abrió la mochila y sacó el libro de Cortázar. Como marcador usaba un pedazo de papel con la
dirección a la que debía presentarse. Revisó el nombre de las calles, calculó la distancia y
empezó a leer.

Esa tarde debía tomar una decisión. Ya estaba cansado de probar suerte en todos los sitios. Ya
fue guardia nocturno de un almacén, bicitaxista, ponchero, albañil y revendedor de entradas para
los conciertos en los teatros. Si se presentaba a las doce de la noche en el lugar citado, si se unía
a la Columna Voltaire, las cosas cambiarían definitivamente.

El camarero encendió la radio, intentó sintonizar una emisora. “Trabajar aquí debe ser aburrido”
pensó Marcos “atender a borrachos, mendigos y gente que no tiene nada mejor que hacer,
soportar insolencias, moderar trifulcas” y recordó aquella discusión que sostuvo con el
bodeguero sobre los verdaderos viajes de Marco Polo y el realismo socialista en la obra
fotográfica de Raúl Corrales. Ese día tomó más de diez tragos y confundió conceptos, hipótesis y
fechas históricas, para quedar como un ignorante frente a todos los borrachos.
Durante un mes dejó de gastar las horas en el bar, compraba la botella de ron y la tomaba en su
casa, encerrado entre cuatro paredes, repasando el listado de las maravillas modernas y las obras
de los poetas franceses del siglo XIX, estableciendo una perfecta revancha.
El camarero desistió, apagó el equipo y le sirvió a Marcos el tercer trago de ron cuando ya el
dolor de cabeza estaba acorralado, listo para desaparecer. En la cinemateca ponían un ciclo de
Quentin Tarantino y Marcos pagó el décimo trago justo cuando faltaban quince minutos para que
empezara la película.

La decisión estaba tomada.

Compró el ticket y arrellanado en la luneta, al amparo de la sala oscura olvidó las miserias
cotidianas, en el único sitio donde todos los hombres son verdaderamente iguales.
Ir al cine y leer, eran quizás las únicas costumbres que le quedaron de su vida de estudiante en la
Facultad de Letras. Soportó el primer año, también el segundo pero ya en el tercero la situación
era insostenible. Tuvo que dejar los estudios y ponerse a trabajar. Su madre, al igual que buena
parte de la población, envejecía de modo acelerado. Marcos se hizo cargo de la casa, se la echó
sobre los hombros y le sucedió lo mismo que a las babosas jóvenes, que llevan mucho peso
encima y se gastan con las líneas que dejan sobre el asfalto.

Su primer empleo fue como ponchero. La ciudad estaba llena de bicicletas. Trabajaba doce horas
diarias y no le quedaba casi tiempo para leer, mucho menos para ir al cine. Cambió a guardia
nocturno de un almacén donde no había nada que cuidar y pasaba las vigilias leyendo libros de
Cortázar, Borges y Bolaños. A veces intentaba leer a Marcel Proust, incluso a James Joyce, pero
irremediablemente los libros traducidos le daban sueño, temía que lo descubrieran dormido y
perdiera el trabajo.

Con los créditos de la película el cine quedó vacío. Tarantino solía provocarle a Marcos cierto
estado de embriaguez, que unido a los diez tragos de ron lo convertían en un perfecto borracho.
Por suerte su plan era infalible, cubría todas las posibles contingencias. Las cuatro horas de
espera en la pizzería eran suficientes para reponerse. Lo difícil era encontrar el último en la
desordenada fila y por supuesto, recordarlo.

Los borrachos suelen ser maltratados; sobre todo si confunden a las personas con Vittorio De
Sica, o con un tal Cesare Zavattini; sobre todo si no dejan de soltar frases incoherentes sobre la
estructura cíclica en el arte o los rasgos característicos del Grupo de los Once, sobre todo si
intentan pedir el último en la cola de una pizzería y además lo hacen en italiano. Las cuatro horas
de espera se convirtieron en seis y para las diez de la noche el itinerario marchaba según lo
planificado:

Marcos se chupaba los dedos y caminaba con paso firme hacia la parada.

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